
El ambiente se ha vuelto pegajoso y los olores más intensos lo que me indica, sin necesidad de calendario, que ha llegado el verano. Cierro mis ojos mientras estoy tumbado boca arriba y el Sol dibuja formas geométricas de colores vivos en mis párpados. Los abro y solamente veo un cielo azul, muy azul, y nubes blancas. Los vuelvo a cerrar y el lienzo ha cambiado totalmente. Donde antes había círculos anaranjados ahora hay hexágonos rojizos. Muevo ligeramente mi cabeza y la realidad toma un aspecto caleidoscópico. Me decido a volver a abrir los ojos y nada, no hay manera, el mismo cielo azul con las mismas nubes blancas. ¿Dónde habrá quedado esa composición variable que intuía una orgía desbocada de colores primarios?
La naturaleza, al igual que las personas, debe disponer de una noción de la intimidad, de un sexto sentido que le avisa cuando un par de ojos se clava en su nuca y vulnera su privacidad de la manera más flagrante. Un instinto natural por el cual los átomos deciden taparse las partes cuando un atrevido observador está a punto de descubrir su esencia más pura, dificultando sobremanera la elaboración de teorías científicas. Es solo a veces cuando ese observador curioso, oportunista o malicioso hace saltar por los aires este hermético secretismo y alcanza aquello que por su propio carácter se oculta: la verdad.
Hace unos días salió a la luz un vídeo sexual de un conocido presentador de televisión. Por supuesto “salió a la luz” no deja de ser un eufemismo para referenciar un más que probable delito penado y que constituye uno de los mayores riesgos del siglo XXI. La proliferación de los sistemas de vídeo y la insaciable perversidad del ser humano cimentan una práctica tan peligrosa como atractiva. Yo mismo me he visto seducido por ese placer, y es que verse a uno mismo follar tiene su punto, no lo vamos a negar. Y otra vez, con ese impostado puritanismo seguimos tildando estas revelaciones como escándalos.
De auténticos escándalos sexuales está llena la historia. Prueba de ello la saga de los Valois en Francia, especialmente en su etapa tardía de poder a finales del siglo XVI. Infidelidades, enfermedades venéreas y regicidios que definieron la historia de occidente. A diferencia de sus hermanos, la reina Margot aguantó una vida sexual desenfrenada de la que tampoco salieron muy bien parados sus amantes. Se dice que conservaba sus corazones en formol e incluso la cabeza del decapitado por traición Boniface de la Molle. No había vídeos, pero me jugaría un dedo a que le ponía como una batidora montárselo frente a un espejo. Por cierto, idea de cita: visitar el museo de ciencia de Londres para ver en vivo el cerebro conservado químicamente del considerado padre de la computación, con permiso de Ada Lovelace, Charles Babbage.
Su marido Enrique IV fue el reconocido rey de Francia estabilizador de las guerras religiosas entre protestantes y católicos, navarro y al que se la atribuye la celebérrima frase “Paris bien vale una misa”. Y ojalá fuese todo tan fácil como aceptar una doctrina que no te importa lo mas mínimo. Y es que siempre he dicho que aceptaría cualquier tipo de rito religioso con tal de estar con la persona que amo. Debo ser de los pocos gallegos nacidos en el siglo XX al que sus padres decidieron no bautizar y abrazaría con gusto el catolicismo en una ceremonia compuesta por una ducha a medias y un reconocimiento de mis pecados ante dios. De la misma manera que me circuncidaran u obligasen a peregrinar a La Meca. Y no, no estaría mintiendo. A fin de cuentas, ¿qué más da? La mera indiferencia no merece una novela.
En cualquier caso, la luz de París claramente vale una misa. Esa capital europea que a tanta gente atrae, precisamente, para ocultar la verdad. Al checo Milan Kundera que como el profesor de su Nadie se va a reír se dio cuenta que los muros de las casas tienden a volverse transparente. O al magnífico Cortázar que el miedo a enfrentarse al hábil intruso en Casa Tomada terminó por expulsarlo, despojarlo de su propia guarida. ¿Por qué tanto recelo en pasar desapercibido?, te preguntarás. Pues por la misma razón por la que nuestras huellas dactilares nunca son iguales, para conservar aquello que nos hace únicos, la fórmula secreta de nuestra humanidad.
Y eso es lo fundamental de la cuestión, elegir cuántas millas estás dispuesto a huir, discursos en los que mentir y amores que sacrificar por mantener TU verdad a salvo. Rechazar cookies, nunca filmarte durante el coito o votar en blanco. Cerrar los ojos y cerrárselos a los demás. Aún nos quedan maneras de seguir corriendo.
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