
La gallina ciega, Francisco de Goya (1789)
Hay ocasiones en las que no puedo despegar mi oído de las conversaciones ajenas. No porque sea especialmente chismoso –sólo lo justo, como todos– si no por la inherente soledad de las adicciones. No os preocupéis, todas mis adicciones son completamente legales y se pueden adquirir en vuestro supermercado o estanco más cercano. Quizás mis únicos momentos de lucidez genuina sean aquellos en los que bebo café, me fumo un cigarro o me tomo una copa. Si lo piensas bien tiene hasta sentido, es el momento en el que tu cerebro pasa de “quiero fumar” a “que cantidad de plantas hay en el balcón de la vecina”.
Disfrutando de un sun break en la oficina –término del que exigiré la autoría cuando aparezca en algún panfleto bajo el titular Qué es un sun break y por qué deberías empezar a hacerlo ahora mismo– me encontré escuchando conversaciones pasajeras que duraban apenas segundos. Palabras efímeras captadas a medida que mis compañeros entraban y salían de mi campo auditivo en su camino al comedor. De entre ellas hubo unas que destacaron por encima del resto. De la intensísima charla entre dos amigas –sobre desamor, un cliente o vete tú a saber qué– sólo pude salvar cuatro palabras que me bastaron para dedicar mi semana a la reflexión : Borrador y cuenta nueva. Difícil dar tanto con tan poco. Aún encima, he estado leyendo a Mishima.
Yukio Mishima nació en Tokio en 1925, creció en tiempos de guerra, vivió en posguerra y murió de manera rocambolesca en 1970. Personaje singular donde los haya pasó de una misoginia exacerbada a la búsqueda de la excelencia estética. La belleza como fin en sí mismo. De un chico enclenque y un tanto nerdy a un mamao de gimnasio maníaco con su físico. Icono LGTBI, ultranacionalista y obsesionado con la idea de una muerte mayestática. Una vida indescifrable, inseparable de su obra, insuperablemente sintetizada por sus propias palabras: “Quiero hacer de mi vida un poema”.
Ante lo que observaba como un declive de los valores tradicionales japoneses, Mishima urdió un plan para reinstaurar el poder del emperador. Formó una milicia de trescientos hombres a los que preparó incansablemente y en el primer año de la década de 1970 interpretó el acto final de su obra. Se infiltró junto a cuatro de sus seguidores en un cuartel en Tokio donde amarraron y amordazaron al general. Salió desarmado al balcón que daba a su platea particular donde leyó su discurso ante las miradas de incomprensión de propios y extraños. La reacción fue un sentimiento unánime de estar presenciando algo entre lo grotesco y lo absurdo. Una vez pronunciadas sus inocuas palabras entró de nuevo al despacho, desenfundó su katana y se hizo el harakiri tras el cual uno de sus acompañantes le decapitó. Eso si que es borrón y cuenta nueva.
Nos conocimos por Hinge hace dos meses, me respondió al unísono una pareja de ingleses bajo la lluvia dominical que nos arrinconaba en un antro del Raval. La app de citas diseñada para ser borrada, comenté orgulloso recordando su claim comercial. Ella, una chica rubia con gafas octogonales que trabajaba en marketing para una startup. Él, moreno y con melena desenfadada experto en la gestión de residuos. ¿Hubo sexo en la primera cita? Recordaron soberbios su primera noche de pasión y presumieron de su enamoramiento ante mi atrevido cuestionario. Sobre todo, ella, que reía con mis estúpidas bromas y disfrutaba desnudando su amor ante mi actitud de voyeur. El chico por el contrario aparecía más misterioso. Y entonces, ¿habéis borrado la app?
Cada vez resulta más difícil eliminar nuestro rastro. La presente revolución tecnológica ha propiciado un contexto donde nuestra vida queda registrada hasta el último detalle. Las propias empresas o, mejor dicho, la personas que toman decisiones en las empresas muestran un interés perverso en conservar nuestros datos pasándose por el forro el derecho a la intimidad. Y lo que veo aún más peligroso, el derecho a cambiar. Si no me creéis tratad de borrar vuestra cuenta de Facebook, cancelar vuestro mes de suscripción gratuita en el medio digital de turno o eliminar del blog de vuestro instituto una ridícula viñeta que hicisteis con quince años y que Google decide listar como primera referencia cuando tecleáis vuestro nombre. Os aviso, es complicado.
Y ahora, además, nuestra información cuenta con su propio vertedero. Un lugar donde va a parar todo lo que aparezca durante una fracción de segundo en alguna base de datos; los motores de aprendizaje de la inteligencia artificial. No son más que rémoras, ballenas con la boca abierta consumiendo plancton digital. Tu colega que practica la pesca de arrastre cuando va a cerrar la discoteca. Sin filtro. Carne y pescado. A doble espada. Inclusos estas palabras mismas van a ir directas a los opacos modelos de machine learning en el momento que apriete el botón de publicar. TODAS estas palabras, ¡con la cantidad de tonterías que acabo de soltar! Pienso en mi fugaz amiga inglesa cuando se entere que su novio mantiene Hinge instalado en un Huawei escondido en el armario.
-Hola, ChatGPT. Dame un consejo para superar una ruptura como si fueras mi mejor amiga.
+Tía, no te ralles. Borrador y cuenta nueva.
-Ahora como si fueses Mishima.
+Apúntate al gym o clávate una espada en la barriga.
-Por último, como si fueses mi fugaz amigo barcelonés.
+Sun breaks. Sobre todo, sun breaks. Eso es lo verdaderamente importante. Y no utilices más Hinge. Los directivos de las empresas que utilizan algún [insertcolor]washing como estrategia de marketing no son más que unos cínicos embaucadores. Y ya que estoy te dejo mi número de teléfono. Si te pasas por Barcelona escríbeme y nos tomamos una. Venga, guapa. Un besito. Nos vemos pronto. Xx.
¡Qué tiempo nos ha tocado vivir! No vamos –presumiblemente– a morir ardiendo en una hoguera por pensar que La Tierra es una esfera y mi hija Olivia –no tengo hijos– podrá estudiar química si así lo decidiera, pero el precio a pagar me parece exagerado. No me da la gana aceptar que un grupo de empresas americanas –o chinas, dependiendo de donde marque mis GPS– sepan de qué color son mis calzoncillos. Eso es que escondes algo o A Jeff Bezos no le importa la vida de un irrelevante joven de Barcelona de cualidades promedias que vota en blanco. Si eres de estos, por mi parte te puedes ir a pastar. Quiero mi libertad para hacer y deshacer, decir y desdecir, negar a ultranza actos que he cometido y palabras que han salido de mi boca. Quiero mi derecho a ser irresponsable sin consecuencias. Porque sí, porque no me va bien ser responsable ahora mismo. Mi derecho a mantener los juicios morales dentro de mí. Y por supuesto perder muchos de esos juicios.
Ya sé que el registro de mis caras en FaceID da indicios de vacío existencial y la biométrica del arqueo de mis cejas coincide con la del 70% de los usuarios que han buscado Ansiolíticos sin receta en Barcelona en el último mes, pero Señor Apple, no recuerdo haberle dado permiso para que me recomiende un psicólogo. Y no, no quiero tener nada que ver con todos los que veis estos cambios como progreso. Aquellos que os paseáis con la cabeza alta y con el alma impía y vuestras impolutas conciencias en el tercer planeta del Sol. ¡Eres un exagerado!, pensaréis algunos. Es probable, pero al menos quiero decidir el qué, cómo y con quién se comparte cuando se trata de mí. Creo que no pido tanto. Espero que notéis que marco una línea entre lo que publican en tu nombre y/o te roban descaradamente | de lo que uno decide publicar. Lo segundo, pasa. Podríamos argumentar un sinfín de motivos por los que no pasa: la edad, las circunstancias… Pero bueno, pasa. En cuanto a lo primero espero que estemos todos de acuerdo en que es innegociable. Si es que ya lo dice el refrán: no había mejor goma de borrar que la del tiempo.
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